El pasado jueves celebramos la Fiesta de Corpus Christi (Cuerpo de Cristo). Es una celebración en honor de la Santa Eucaristía, instituida en 1264 por el papa Urbano IV. Esta celebración nos recuerda cuando “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y su Sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a Su Esposa Amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura” (Catecismo de la Iglesia Católica No. 1323).
Algunas veces he escuchado a “cristianos” decir: “Creo en Dios y en Cristo, pero no en la Iglesia, y a la misa voy solamente cuando tengo ganas”. Parece ser que no se sienten para nada comprometidos con su Bautismo. Y es que seguimos “ofreciendo” los Sacramentos a todo aquel que lo pide sin saber qué es lo que está pidiendo. Nos olvidamos de que fue el mismo Jesús el que dijo: “No den a los perros lo que es santo, ni echen sus perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después volviéndose, os despedacen” (Mt. 7,6).
Jesús dijo: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempreÖ el que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene vida eternaÖ permanece en Mí y yo en él” (Jn 6, 51, 54,56).
¿Habrá alguien consciente que no desee participar de la vida de Cristo? ¿Existirá algún cristiano que rechace el participar de Su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo con Cristo?
Y es que como nos dice San Pablo: “Llevamos un tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7).
Tenemos a Dios con nosotros y estamos como paralizados. No lo dejamos actuar. Le ponemos freno y nos dejamos llevar por las tentaciones del enemigo que nos dice que no participemos de ese banquete si no tenemos deseo de hacerlo. ¡Craso error!
Recordemos que “Hay que rezar sin ganas para que nos vengan las ganas de rezar” (P. Larrañaga).
El mundo de hoy nos distrae constantemente de nuestras responsabilidades como cristianos comprometidos con nuestra fe, y nos envuelve en la vorágine de lo material y transitorio. No hay tiempo para el Señor.
Es una pena que no hayamos entendido aún la grandeza de la Eucaristía. Es con ella que participamos íntimamente de la vida de Cristo. Nos alimenta nuestra vida espiritual, conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Así como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse. Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos a Él.
¡Señor, que saboree las primicias de Tu Espíritu y siempre valore el inapreciable regalo que es recibir Tu Cuerpo y tu Sangre, presente en cada Eucaristía! Amén.
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