El filme retrata, a perfección, la vida de la gente común en México, extensiva en el presente a casi toda América Central... todos hipnotizados por el brillo del ‘sueño americano’.
Hacer cine no es que alguien te cuen-te una historia que te parezca interesante y que, entonces, como da la casualidad de que eres propietario de una camarita, entonces te buscas unos amigos para que manejen la técnica y unos cuantos individuos e individuas para que hagan los personajes.
Pero, poniendo los términos al revés, hacer cine no es tener muchísima disponibilidad de dinero, un tremendo equipo técnico, facilidades para maravillosos efectos especiales y un reparto de estrellas a tu disposición para filmar el último “best seller”.
En ambos casos, hay 99 % de posibilidades de que el resultado sea un solemne disparate, paupérrimo en el primero, rutilante pero huero en el segundo.
Amat Scalante, con “Heli”, y ahora Diego Quemada-Díez con “La jaula de oro” nos prueban que para hacer cine, se necesita, por obligación, el gusto por el séptimo arte, o sea, el muy íntimo deseo de hacer cine sin andar dando rodeos en procura de que le caiga bien a alguien o a algunos, no importa si el primero sea un productor millonario o los segundos el público. Ellos tienen su firme idea de lo que desean plasmar en imágenes y a ello se atienen.
Hacer cine es, además de saberlo hacer y tener una idea prístina de lo que quieren contar, es poseer una cultura básica que te permita rastrear la historia, la sicología de los personajes, el contexto social en que se desenvuelve un relato, todo aquello que necesariamente influye en las características de los seres creados que tú, como creador, has dado a la luz para enfrentarlos a miles, tal vez a decenas de miles de espectadores de diversas nacionalidades y culturas.
Por esas razones, para nosotros, de mucho peso son “Heli” y “La jaula de oro”, dos obras de tremendo valor, y en ambas se retrata, a perfección, la vida de la gente común en México, extensiva en el presente a casi toda América Central, lo cual nos incluye a nosotros, dominicanos, y a los haitianos, por supuesto.
Porque esta vida que vemos es la de la esperanza que se dibuja en los rostros macilentos de hombres y mujeres maduros, en las sonrisas ingenuas de los niños que aprenden a vivir en medio de la desgracia, de la crueldad, de la misma muerte.
Vienen desde Panamá, El Salvador, Nicaragua, Guatemala... podrían venir desde Haití o Dominicana de no haber un mar de por medio, todos hipnotizados por el brillo de la gran ilusión, del “sueño americano”, de la metáfora ilusa de la gran vida cuando estén envueltos en los áureos barrotes de esa enorme jaula que es la nación norteamericana donde, con suerte, podrán llegar algunos para ser explotados inmisericordemente hasta que, atrapados de nuevo por la gran maquinaria sin alma, son devueltos al hambre de siglos, de siempre, eterna.
Y pensar, amigos del cine, que esta enorme película (por su calidad) apenas costó unos dos y medio millones de dólares, o sea, alrededor de 100 millones de pesos, cuando semana tras semanas vemos chucherías insustanciales que cuestan más 100 millones de dólares...las más baratas.
Y pensar que no encontrarán en esta jaula ningún rostro famoso (y caro), al contrario, chicos escogidos con cuidado, con acierto, con cariño, y una enorme mayoría de mayores que a lo mejor nunca habían visto una cámara de cerca. Y pensar que no hay maravillosas locaciones, escenografías grandiosas, apenas arrabales, vías de tren, matorrales, descampados.
Pero, si no encontrarán nada de lo mencionado, lo que sí van a encontrar, desde el instante que se inicia esta historia, es talento, talento a espuertas para escribir una formidable historia en imágenes.
Gracias, señor Quemada-Díez, muchas gracias en nombre de todos los que amamos el Cine, así, con mayúscula.
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