Por Rafael Fauquié[Universidad Simón Bolívar, Venezuela]
Hace un mes falleció el gran Carlos Fuentes Macías (Panamá, 11 de noviembre de 1928 - † México, D. F., 15 de mayo de 2012), hijo de un diplomático mexicano. Fue uno de los escritores más conocidos de finales del siglo XX, candidato al Premio Nobel de Literatura en reiteradas ocasiones y autor de novelas y ensayos, entre los que destacan Aura, La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente y Terra Nostra. Ha recibido, entre otros, el Premio Rómulo Gallegos en 1977, el Cervantes en 1987, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1994 y en 2009 la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica. Fue nombrado miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua en agosto de 2001.
En su libro Valiente mundo nuevo, Carlos Fuentes comenta que América nació como consecuencia de la herejía de unos pocos frente a la ortodoxia que España se esforzaba por imponer en el Nuevo Mundo. América fue la herejía y el Imperio la ortodoxia. ¿Cómo conceptualizar ambas? Ante todo, hay que empezar por definir las ortodoxias: sumatorias de doctrinas satisfechas, edificaciones de creencias asumidas de modo definitivo, dogmas concluyentes. La ortodoxia cree con seguridad absoluta en su propia fe: sólo ella es verdadera, no existe ninguna otra. Esa exclusión omite todo cuanto permanezca fuera de sus límites. Ortodoxia es convencionalismo y conservatismo. Dentro de ella siempre hay alguien que encarna la razón suprema: un jefe, una iglesia, una minoría, una mayoría, una tradición. La ortodoxia, invariablemente, termina por hacerse torpe y apoyar la torpeza de su supervivencia sobre ritos y estructuras inmodificables. La ortodoxia sobrevive en la inmovilidad; en la ritualización de usos; en la memoria de las mismas cosas siempre festejadas, siempre veneradas, infinitas veces repetidas. Para perdurar, la ortodoxia necesita de la inamovilidad: como su fuerza es vigor de quietud, de peso muerto, cualquier movimiento, por leve que sea, puede resquebrajar sus cimientos y desplomarla. La ortodoxia no acepta críticas: fomenta el silencio y el desprecio ante todo cuanto le es extraño.
Frente a la ortodoxia y sus irrefutables certezas, la herejía es desconfianza, desafío de uno o de unos pocos. Rechazo y cuestionamiento, afán de cambio, incertidumbre, tiento ante sombras, supervivencia, búsqueda, respuesta solitaria, enfrentamiento contra lo desolado o desolador. La herejía es individualismo llevado al límite de sus posibilidades más extremas. América nació como herejía. Fue la respuesta herética a la ortodoxia de un Imperio que, a todo trance, se esforzaba por sujetar, inmovilizándola, la inmensidad de su propia construcción. La América que imaginaron los Reyes Católicos, que concibieron Carlos V o Felipe II, se oponía dramáticamente a la América que conocieron los Viajeros de Indias. Para aquéllos, el Nuevo Mundo fue imagen, forma legal, poder y fuerza, espacio y riqueza cuantificables; para éstos, el Nuevo Mundo fue esperanza, ambición, supervivencia, soledad, sufrimiento, violencia, gloria, muerte. La utopía de América, fue el sueño de unos pocos: espacio de ilusión para los afortunados. Nada más ajeno a la noción de ortodoxia que la utopía: para la ortodoxia no es concebible la utopía: lo mejor es lo que ya existe, lo que ya se tiene; nada podría mejorar puesto que nada debería cambiar.
América señaló el fin de la épica europea. Si hubo una épica americana, ésta duró muy poco. Apenas los años iniciales de la Conquista. Después, fue el largo turno de la picaresca (que, por cierto, todavía no ha concluido; es lo que vivimos hoy en la mayoría de los espacios de nuestra América: el inacabable tiempo de la picaresca). La Edad Media europea reunió en un mismo universo a caballeros y truhanes, a ogros y princesas, a curas y barberos, a nobles y lazarillos, a obispos y escuderos, a mendigos y gañanes: todos ellos repoblaron de muy diferentes maneras el nuevo espacio americano. Sin embargo, en el lento forjamiento de la sociedad naciente, fue el espíritu de la picaresca el que impuso su impronta. Hispanoamérica nació del hambre y la sed de Occidente; también de sus cocinas y alcobas, de sus tabernas y suburbios, de sus callejuelas y plazoletas, de sus mercados y sus calabozos. Por eso tal vez, tantas cosas en nuestra historia y nuestra cultura, hablan de periferia y excentricidad, de tardanza y desconcierto, de torpeza y tiento, de inconsecuencia y contradicción, de fracaso y supervivencia y, al final, siempre como un destello final, de ilusión y de esperanza…
En otro libro anterior, Cervantes o la crítica de la lectura, Carlos Fuentes había dibujado, entrecruzadas, las historias de España e Hispanoamérica a partir de cierta simbología del Quijote. El texto de Cervantes es herético -como herética es América- porque él ofrece una nueva lectura del mundo. Lectura insegura, mediatizada por la desconfianza y la incertidumbre, por la insatisfacción y la derrota. Don Quijote significa la instauración de una mirada que, sobre todo, contempla una sociedad en conflicto con ella misma. El Quijote es epopeyización de desasosiegos, de dudas, de desconciertos; épica que es búsqueda y es fracaso. Cervantes introduce, además, con su novela un elemento nuevo en la tradición literaria universal: la confusión entre la realidad y la ficción, intromisión de una en otra; identificación de verdad imaginaria y verdad real.
Todos los símbolos que Fuentes entresaca del Quijote -sátira, opción, desconfianza, riesgo, crítica, curiosidad, novedad- sugieren conceptos heréticos. América y el Quijote se asemejan en la herejía. Otra coincidencia: los dos son producto de contradicciones, del encuentro de épocas y de valores opuestos. Renacimiento y Edad Media, Humanismo y Contrarreforma, individualismo y estatismo. Paradoja de la España de comienzos del siglo XVI: de un lado, la herejía democrática de los comuneros castellanos y sus aspiraciones igualitarias; del otro, la verticalidad imperial de Carlos V. Mucho del espíritu rebelde de los comuneros viajó a América en los galeones que dejaban atrás el pasado y se adentraban en la ilusión del futuro. En España, la derrota de los comuneros en los campos de batalla de Villalar, significó el fin de un sueño democrático, una aspiración que no renacerá sino tres siglos más tarde con la independencia de América y en los largos conflictos españoles y americanos de liberales contra conservadores. América y el Quijote se parecen también en cierta original anécdota: ni Colón ni Cervantes comprendieron nunca la importancia ni la trascendencia de sus descubrimientos.
La derrota de Don Quijote, el fin de sus sueños, su regreso a la cordura, plantean la fragilidad del ideal enfrentado a la realidad. En ese enfrentamiento podría leerse también la vulnerabilidad histórica del Imperio español. Su noción de grandeza, sus anhelos de universalismo se desplomaron ante una fragilidad económica que lo obligó a depender cada vez más estrechamente de naciones enemigas que se hicieron más y más fuertes a sus expensas. Conflicto análogo al de la brillante locura de Don Quijote opuesta a la inexorable cordura de los bachilleres y de los curas. Sueño y realidad: América era el sueño y España la realidad. ¿No trató, acaso, el propio Miguel de Cervantes venir a América? En las decepciones de Don Quijote, en los fracasos de Cervantes, resuenan los ecos de aquellos Viajeros de Indias que buscaron El Dorado y concluyeron sus días consumidos por la violencia devoradora de las nuevas tierras. La individualidad victoriosa de unos pocos, se impuso por sobre la brutal inclemencia de un destino grabado a hierro y fuego. La fortuna era escasa y fueron pocos los elegidos. La literatura se encargaría de describir las peripecias de esos pocos.
El símbolo del Quijote como desciframiento de América y de lo americano tiene una significación particular. En nuestro continente, lo más auténtico y también lo más expresivo del pasado, está escrito en páginas que son literatura, memoria literaria. La fantasía de muchos escritores reproduce la fantasía esencial de hechos históricos fabulosos, poco conocidos u olvidados. Como dije en un trabajo recientemente publicado1: “Ojalá más literatos -imagineros, fantaseadores de vocación- se hubiesen encargado de edificar la memoria del país. Mil veces preferible hubiese sido eso a dejar semejante responsabilidad en manos de burócratas de la memoria histórica, en funcionarios del recuerdo”. Mario Vargas Llosa, ha dicho que la frontera entre literatura e historia está bien definida en las sociedades “abiertas” (de inarraigable tradición liberal), mientras que en las sociedades que él llama “cerradas” (en principio, se refiere a las totalitarias; pero, indudablemente, nuestras sociedades latinoamericanas poseen perfiles que las acercarían mucho a la noción de “sociedades cerradas”), la literatura y la historia tienden a confundirse, a superponerse.
Sociedades nuevas, sociedades a medio hacer, sociedades que buscan un espacio definitivo, sociedades heréticas: imágenes y conceptos que dibujan parte del conflicto de nuestros países con su tradición y su cultura. Historia como continuidad o historia como fragmentación: parte del drama cultural que hemos vivido los hispanoamericanos es que escogimos la segunda opción. Jamás hemos entendido el pasado como síntesis comprensible; por el contrario, lo hemos convertido en permanente suma y resta de retazos deshilvanados, en pudridero y alegoría de las azarientas conveniencias del presente.
Picón Salas imaginó en las figuras bíblicas de Caín y Abel, dos símbolos de actitudes opuestas. Abel encarna el calor y el regazo de la tradición. Caín es aventura lanzada en los inciertos derroteros de lo desconocido. Contraste también entre actitudes de los pueblos: la de Caín, es ruptura con la historia; la de Abel, búsqueda de un refugio en la historia. Más Caínes que Abeles hemos sido los hispanoamericanos. Más que apego a la tradición, desinterés; más que respeto por el pasado, ignorancia; más que memoria, olvido; más que secuencia de hechos recordados, fragmentación. La literatura es el espacio donde mejor logramos percibir la continuidad del tiempo pasado; el espejo en que nos miramos y, por sobre unánimes omisiones, recuparamos un rostro y una memoria. La relación entre literatura e historia ha adquirido en nuestro subcontinente características de acoplamiento indisoluble. Lo literario ha terminado, en muchos sentidos, por hacerse protección de la historia, hilvanación de sus imágenes, argumentación de sus decursos. El escritor se sirve de la historia: la usa al recordarla y la rehace al escribirla.
Irreverencia y adanismo.
Irreverencia y adanismo son nociones heréticas. Ambas se traducen en una misma desenvoltura en el manejo de la erudición, en el ejercicio del saber, en la actitud frente a la tradición. Nuestros escritores y ensayistas lucen más libres que sus homólogos europeos para asombrarse del universo y conjeturar después sobre sus asombros. La erudición puede ser una cómoda -y empobrecedora- alternativa ante la creatividad y la fuerza original del pensamiento. Hay algo de maravillosa libertad en ese adanismo irreverente del escritor que enfrenta al universo -sus misterios y sus paradojas- armado sólo con el poder descifrador de su palabra. Todos los temas, todas las conclusiones, todas las especulaciones, al alcance de la inteligencia y la imaginación. El adanismo se parece a la libertad con que los griegos reunían, en cercanos espacios, los saberes más diversos. Poiesis: estética; Tekhné: reglamentación práctica. Ambas estuvieron entonces más cercanas entre sí de lo que nunca volverían a estarlo en la cultura occidental. Largos siglos posteriores las fueron separando y las hicieron marchar cada vez más distantes.
Desde los griegos hasta hoy, la historia del saber occidental podría entenderse como el desarrollo de un esfuerzo por establecer separaciones cada vez mayores entre espacios que alguna vez estuvieron muy próximos. Indetenible itinerario de la especialización: fragmentación, en pedazos más y más pequeños, de saberes que se multiplicaban hasta crecer monstruosamente. Ante la desmesura del conocimiento, el hombre ha intentado reunir lo dispar, aproximar lo alejado, elaborar una sintaxis que le permita leer la complejidad del universo. La escritura puede convertirse -y algunos de nuestros mejores escritores la han convertido- en conocimiento de lo diverso, en especulativa mirada sobre todos los objetos, en interrogante a los más diversos saberes. Conocimiento y visión. Mirar y leer. Inteligencia: saber mirar. Saber mirar es saber comprender: organizar lo mirado a través de una sintaxis aclaratoria, ordenadora. Escritura como ordenamiento, asedio a todos los saberes, desciframiento de todos los enigmas. Borges ha escrito una palabra puente que, luminosamente, comunica inteligencia e imaginación, razón y poesía.
En la palabra ensayística de Severo Sarduy, la conjetura personal, la metaforización de la fantasía, la fugacidad espejeante del ingenio se convierten en saber, en aprendizaje. Sarduy -definitivamente adánico, definitivamente irreverente- logra familiarizarnos, a sus lectores, con lo incomprensible; nos hace llegar, cercanos, certeros, los conceptos más profundos y las imágenes más complejas. Sarduy nos acerca poéticamente a la teoría de la relatividad de Einstein, por ejemplo. “Fantasía -explica- de totalización que pudo llamarse geometría del espacio tiempo, mónada o rostro de Dios”. Nos acerca, también, a visiones o conceptos de lo divino: Dios entendido como una consecuencia de la íntima necesidad humana por identificar, en una sola figura, final y única, las infinitas posibilidades universales. Dios es para Sarduy, receptáculo absoluto, encuentro de lo uno y lo total. Recuerdo aquí, desde luego, el símbolo borgiano del Aleph: centro elemental desde el que se contempla el inagotable caos universal.
Otra forma de irreverencia en Sarduy: la escritura como forma y sólo forma; placer de dibujar, de tallar palabras que son figuras, imágenes únicas dentro del cuerpo universal del lenguaje. El lenguaje es un organismo amorfo; la escritura poética graba sobre él trazos irrepetibles. Si el lenguaje es cuerpo, la escritura es colorido y es relieve. Trascendencia de la literatura: ella da forma al lenguaje y, por ello, parodia la vida. Al vitalizar el lenguaje, la escritura, como la vida, (re)crea, hace nacer. Por eso son tan relevantes en Sarduy las nociones de metamorfosis y mímesis. Ellas encierran la noción reproductora del arte. El arte copia, lujosamente copia: es inútil y es despilfarrador. Es desperdicio, precioso desperdicio; también, y sobre todo, es placer. Placer de llenar vacíos, de construir, de hacer, de hacer nacer. Dioses y artistas se parecen. Los dos crean a partir de la nada y ese acto creador los individualiza y perpetúa.
Adanismo de nuestro tiempo cultural latinoamericano: continuamos mitificando el instante de la creación; deificamos el genio individual del artista y asociamos genio con inspiración, inspiración con fundación y fundación con símbolo definitivo. Asociamos creación con libertad, soledad e independencia. Hondas mitologías nos hacen magnificar aún las muy diversas expresiones de la individualidad. “En el más breve de mis relatos -dice el crítico argentino Enrique Anderson Imbert- el tema es siempre el mismo: la libertad. Escribo porque al escribir intensifico el sentimiento, ilusorio, de que soy libre. El contraste entre mi aptitud verbal para crearme un mundo propio y mi ignorancia de lo que de veras es el mundo me cosquillea el ánimo”. Mitificación de imágenes de individualismo y libertad creadora: facetas de una misma predisposición a continuar metaforizando el universo a través de trazos profundamente humanos.
“La civilización es un atributo individual”, dijo Ezra Pound. Los artistas crean un estilo. Repetido, popularizado, el estilo se hace signo, código, espacio cultural que, incorporado a la historia, se convierte, a su vez, en historia. Estilo -o más bien, anhelo- de escritores y artistas latinoamericanos es el diálogo con su circunstancia, con su tiempo. En América Latina, el protagonismo, la epicidad, la aventura, la originalidad, siguen siendo signos inscritos en la realidad y el destino de nuestros pueblos. Los latinoamericanos hemos agrupado demasiadas inconsistencias: inestabilidad social y política, fragilidad económica, dependencia… Tal vez por eso el rumbo de la individualidad superviviente existe aún tan marcadamente entre nosotros. Desubicado dentro de sistemas que no funcionan, sintiéndose solitario, sabiéndose vulnerable o desamparado, el artista, el escritor, lucha todavía por convertir su esfuerzo de sobrevivencia en símbolo de sí y en metáfora de su relación con el universo.
Dijo Albert Camus, en un discurso poco después de recibir el premio Nóbel: “La sociedad de mercaderes puede definirse como una sociedad en la que las cosas desaparecen en provecho de los signos”. Arte deshumanizado: si el hombre desaparece, desaparecen, también, los signos que lo representan.
Desvanecimiento de la representatividad: si lo humano ha dejado de importar, el hombre deja de ser evocado. “La novela de personajes -dirá Alain Robbe Grillet, uno de los cultores de la llamada escuela del Nouveau Roman- pertenece al pasado, caracteriza una época: la que marca el apogeo del individuo”. Para Robbe Grillet, la imagen del novelista contador de historias ha perdido sentido dentro de las sociedades industrializadas o postindustrializadas. El espacio del individuo y lo individual se desdibuja de manera análoga a como se desdibuja la representación del hombre dentro del arte. No es ése el caso de América Latina. Entre nosotros, los escritores cuentan historias porque saben y sienten que existe la necesidad urgente de contarlas. El elemento protagónicamente humano de la aventura de vivir, sigue siendo esencial para nuestros escritores. Percibimos todavía algo trascendente en la imagen del artista situado frente al universo y descubriendo en su propia experiencia símbolos que tiene algún significado transmitir.
Uno de los espacios literarios donde más se potencia la libertad adánica, cercana a la herejía, de nuestros escritores es la crítica. La mejor crítica literaria que se escribe y ha escrito en nuestra América es, a la vez, descifradora y creativa. Ya José Enrique Rodó, en Motivos de Proteo, relacionaba la crítica y la creación como saberes complementarios. “La facultad específica del crítico -dice- es una fuerza no distinta, en esencia, del poder de creación”. Toda crítica -toda buena crítica- es creativa. En el terreno de la comprensión, de la iluminación de textos literarios, una erudición excesiva y avasallante (pormenorizado conocimiento de mínimas parcelas morbosamente desmenuzadas casi al infinito), una aplicación férreamente matemática de metodologías o sistemas interpretativos convertidos en ciencia o pseudociencia, no tiene demasiado sentido. Crítica descifradora, crítica creativa, crítica de intuición, crítica impresionista; a la postre, el gusto del crítico, su habilidad de ver, de saber mirar, de entender, de traducir, se convierte en el punto de partida elemental del análisis de lo literario. El crítico debe ser, ante todo, un intuitivo; y además, un intuitivo ameno. En palabras de Borges: “si a un escritor le falta el encanto le falta todo”. Parafraseo: si a un crítico le falta el encanto por la lectura y el encanto de saber transmitir su encanto, entonces no hace verdadera crítica: escribe monografías y tratados, hace ciencia de aquello que no debería ser ciencia.
“O soleil c’est le temps de la Raison ardente”, escribió Guillaume Apollinaire en uno de sus versos. Tiempo de la razón ardiente: nuestro tiempo es, también, el de la intelectualización extrema, el de la pasión crítica. Inteligencia y lucidez, de un lado; del otro, pasión y sensibilidad. A mitad camino entre la lucidez inteligente y la sensibilidad apasionada, se ubican algunos de los mejores ejemplos de la crítica literaria latinoamericana. La lectura comprensiva del texto cubre a éste de nuevas imágenes. Al relacionarlo con su temporalidad -su presente, su pasado- amplía sus significados, lo enriquece en una iluminación comprensiva que todavía adeuda mucho de aquella noción de Baudelaire -quizá el primer crítico moderno- de que el análisis literario era, ante todo, una traducción.
Es frecuente en nuestro contexto la imagen del escritor que cultiva varios géneros; que, además de poeta, novelista o ensayista, es, también, crítico y, como crítico, escribe páginas de comentarios personales donde vuelca su gusto, su lucidez, su capacidad de entender. De los autores que hablo en este libro, casi todos cultivaron varios géneros y, prácticamente todos escribieron, en algún momento, crítica literaria. El escritor latinoamericano transformado en crítico suele introducirse de cuerpo entero en la obra que analiza. Personalización y yoísmo son algunos de los gestos que multiplican su opción de libertad intelectual alejada de esfuerzos por calcar sobre otros saberes y sobre otras prácticas una fría erudición de lo literario. De nuestros escritores-críticos (los buenos, los que hacen una crítica legible y enriquecedora) sabemos qué odian, qué aman, qué admiran, qué creen, qué temen, qué les aburre. Detrás del crítico -o junto a él, en preciso nivel de igualdad con él- se hace siempre perceptible y evidente, el ser humano, el creador. La crítica suele impregnarse, de otros saberes: ética, sociología, psicoanálisis, historia… Es un riesgo, quizá el mayor de todos: que la crítica literaria termine por convertirse en psicoanálisis, en sociología, en política, en adivinanza. En suma: hacer de la literatura mediación, rápido trámite para alcanzar otras conclusiones. De ese grave riesgo sólo pueden salvarnos la inteligencia del crítico, su rigor, su autenticidad, su lucidez, su criterio, su capacidad, en fin, de llegar a dominar, en su propio beneficio y en el de nosotros -sus lectores-, los amplios, inabarcables e inciertos espacios de la herejía.
Estética del desamparo y ética de los desamparados.
Quizá dos de las imágenes que más se acercan a la noción de herejía sean la de soledad y supervivencia. Aprender a sobrevivir en soledad, saber en soledad, crecer en soledad. Solitariamente ser y así reconocernos. Soledad creativa y luminosa. En soledad, acompañado por las carencias de un espacio mudo y estéril -o propenso a la esterilidad- sin estructuras editoriales tradicionales ni lectores (al menos en número significativo), los escritores en nuestra América suelen tomar temprana y dolorosa conciencia de su indefensión ante un medio desolado o desolador. Soledad del escritor consigo y con su arte. Desamparo ante el reto de la escritura.
Juan Carlos Onetti postuló eso que, a falta de un término mejor, podríamos definir de estética del desamparo: la solitaria autoconfianza como único apoyo a la autenticidad, la valía, la originalidad. La indiferencia y el silencio de los otros, terminan -según Onetti- por convertirse en el mejor aliado del escritor. En soledad, se fortalecen las vocaciones literarias auténticas y se desvanecen las falsas. El verdadero escritor, dice Onetti, “escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su desgracia”. Onetti mismo encarna esa imagen del escritor que, en el automarginamiento y la soledad, fue forjando poco a poco su destino creador. Mario Vargas Llosa ha repetido que la autoconfianza, el desdén hacia una indiferencia convertida en ninguneo absoluto y la constancia, son los únicos apuntalamientos del trabajo creador de los escritores latinoamericanos. La adversidad de nuestro medio cultural, pareciera haber llegado a convertir la opción literaria en ilógica excentricidad, elección casi suicida.
Lo que dice Vargas Llosa a propósito del Perú, lo que comenta Onetti sobre el Uruguay, no es en absoluto diferente a lo que sucede en Venezuela. Los escritores venezolanos se enfrentan a la innegable realidad de ser muy poco leídos en su propio país. La conciencia de ser marginales (sentirse o saberse marginales) será muy significativa a la hora de plantearse el trabajo literario. Sin interlocutores o muy escasos interlocutores, nuestros escritores suelen hacer muy escasas concesiones en su arte. No puede hablarse de gustos que orienten un mercado (de hecho, no existe algo que pueda definirse de mercado literario). Carlos Fuentes ha comentado que el autor latinoamericano está “solo en un mundo en el que nadie lo acompaña”. La estética experimental es una de las caras del desamparo. Los autores se entregan a una escritura donde la condescendencia cuenta poco. En alguna parte de su obra, Umberto Eco ha hablado de ese público que todo escritor trata de moldear en sus escritos: hablándole a él, inspirándose en él. No estoy demasiado seguro de que una teoría similar pudiera ser verosímil entre la inmensa mayoría de nuestros autores. Estos, más que dirigirse a una concurrencia, escriben a ciegas, esperando encontrarse, topar en la oscuridad de una noche extraordinariamente larga, con algunas miradas de coincidencia y reconocimiento…
Recuerdo algunas proposiciones que le leí alguna vez a Guillermo Meneses: la escritura es un “camino de perfección”, respuesta liberadora del escritor a sus propios conflictos. Por encima de todo, la relación del escritor con su trabajo es de autenticidad: autenticidad de su expresión y autenticidad de su necesidad de comunicación. En nuestra América Latina, es frecuente que la fe en la escritura se acompañe de desconfianza hacia todo lo demás. Abunda el escepticismo del escritor hacia casi todos los espacios de su sociedad y de su tiempo. Conciencia de soledad, noción de desamparo: certezas de una necesaria e irrenunciable búsqueda que nunca puede terminar porque, a fin de cuentas, es la búsqueda de uno mismo.
Autenticidad y desamparo son las consecuencias de escribir en un medio donde la indiferencia y la sordera son excesivas. Escribir porque no se puede dejar de hacerlo. Escribir sin esperar demasiado -o sin esperar nada- por ello, a sabiendas de que se va a ser muy poco leído o nada leído en lo absoluto. Escribir sin otra meta que la satisfacción ante el propio trabajo ni otra recompensa que la fe en la valía de lo que podemos comunicar. Escribir por una egoísta satisfacción de creadores; orgullo ante el acto que nos define y perpetúa. Escribir porque creemos en nosotros mismos, tenemos fe en nuestras convicciones y las obedecemos, asumimos nuestras pasiones y las servimos. Escribir porque así nos definimos ante el mundo y porque a través de la escritura construimos un espacio que es nuestro, únicamente nuestro y, a la postre, tal vez sólo eso importa.
VOZ Y ESCRITURA
Los géneros literarios expresan la voluntad de las épocas por establecer imágenes de sí mismas. Existe una voluntad expresiva particular, por ejemplo, en el rostro literario de nuestro subcontinente: cercanía entre fábula y realidad, obsesión por escribir el pasado, obsesión por dibujar el futuro -o adivinarlo entre demasiados trazos inciertos-, importancia de la escritura que es voz directa de los autores. Recuerdo a Unamuno cuando comentaba que de la literatura latinoamericana prefería aquélla que se refería a ideas, a convicciones, a planteamientos y juicios, por sobre aquella otra que era sólo “vaga y amena literatura”.
El ensayo es certeza que erige argumentos. Es el género más inmutable, el menos cambiante; también el menos clandestino de todos, el más necesitado de interlocutor. La palabra conceptual suele presuponer la confianza de quien habla. El ensayista está sometido a la claridad de una palabra directa que habla en primera persona y que, abiertamente, se muestra. El ensayo es la forma con que el pensamiento recubre sus experiencias, reordenando lo vivido, lo sabido. Interpretación, análisis, meditación, de un lado; del otro, eficacia verbal, concisión, estética. A mitad camino entre la filosofía y la poesía, el ensayo adeuda tanto a la lucidez como a la retórica. Es pensamiento y palabra indisolublemente entrelazados; conjunción de una complejidad esquiva sujeta a la sola reglamentación de su eficacia. El ensayo es un género, a la vez, individual y colectivo. El ensayista habla por sí mismo y, también, por boca de su tiempo. Escribir ensayos sugiere alguna particular potestad. El ensayo es una forma de explicación, de desciframiento, de comprensión. Analogiza vida y palabra, intelecto y acción. Es un género multiplicador: nos permite escribir viviendo y vivir escribiendo; a un mismo tiempo, volcar sobre la vida la escritura y sobre la escritura la vida. El ensayo transforma la libertad del pensamiento en palabra. Es arquitectura expresiva de nuestras emociones y de la ética que las acompaña.
La lucidez que sustenta al ensayo se aproxima a la historicidad del pensamiento. La historia es un proceso, el pensamiento también lo es. Temporalidad de códigos culturales, de ideas y principios. El ensayo es, por sobre todo, experiencia y, como tal, él comienza por apoyarse en la mediación de creencias y valoraciones colectivas previas a su hechura. Dijo Picón Salas que el ensayo prolifera en tiempos de crisis, cuando se tambalean los viejos valores y se desvanecen las antiguas seguridades. La incertidumbre cultural latinoamericana, nuestras preguntas de siempre -¿qué somos? ¿por qué somos lo que somos?- nuestras desvalorizaciones -también de siempre: no queremos ser eso que somos-, han sido terreno abonado para la expresión de muchos escritores que recubrieron las dudas e inseguridades colectivas con su solemnidad, su pasión, su lucidez, su inteligencia o su ingenio. El diálogo del hombre (y es que el ensayo es, por sobre todo, diálogo: forma literaria de la muy humana necesidad de comunicar experiencias) se multiplica cuando las certezas se desvanecen. El hombre inseguro trata de hablar más, de explicarse más que aquél que carece de incertidumbres. Igual sucede con las culturas: los pueblos autosatisfechos no se justifican: apologizan sobre sus actuaciones, se felicitan en un inacabable aplauso.
Si en algo ha sido original la América Latina es en su literatura. Ese es el aporte de nuestro subcontinente a la cultura occidental. No existen ni una ciencia ni una técnica latinoamericanas. Existe sí una literatura nuestra escrita sobre la particularidad y la fuerza de sensibilidades e inteligencias comprometidas con su tiempo y con la atemporalidad del arte. Originalidad de escritura y originalidad, también, de la relación entre los autores y su escritura. ¿Qué esperan éstos de ella? ¿qué han esperado siempre? Adanismo de los escritores: vigor de voces individuales, protagonistas, que alcanzan a imponerse por sobre otras voces. Voces que resuenan solitarias, casi como un eco de sí mismas; voces que hablan por otras muchas. Originalidad de la inteligencia americana: nuestros pensadores suelen traducir plurales nosotros; los escritores se esfuerzan por hablar en nombre de muchos y a partir de circunstancias que muchos comparten.
Ante la desconfianza frente a todo o casi todo, queda la fe en el arte como una de nuestras últimas certezas latinoamericanas. El artista, el escritor, trata de convertir su escritura, su arte, en expresión colectiva: retórica que nos enmascara, espejo que nos refleja. Es la bella -y muy expresiva- imagen a la que alude Fuentes en Valiente mundo nuevo y que utilizo como epígrafe de este libro.
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