En los años sesenta del siglo pasado nosotros teníamos muchas urgencias. El antitrujillismo era una épica inconclusa, y además, se había contaminado. De pronto descubrimos que la sociedad no se dividía entre trujillistas y antitrujillistas, y ese simplismo épico lo habíamos pagado muy caro. Los que entonces éramos muy jóvenes y nos habíamos reunidos en grupos literarios (La máscara, El puño, La isla, etc.) discutíamos sin cesar sobre la relación entre literatura y sociedad, pero curiosamente nos extasiábamos en los existencialistas franceses.
Cuando Marcio Veloz Maggiolo nos habló de la novela llamada “Cien años de soledad”, escrita por un colombiano llamado Gabriel García Márquez, estábamos en los finales de 1968, y esa novela se había publicado en el 1967; en ese momento, lo recuerdo con toda nitidez, yo leía “El muro”, del escritor existencialista francés Jean Paul Sartre. Las revelaciones de Marcio sobre esta novela nos fueron hechas en la casa del intelectual fallecido Ramón Francisco, y de inmediato se apoderó de nosotros una enorme inquietud por leerla. Obtuve prestado un ejemplar que poseía Miguel Alfonseca, y que él no había leído porque no gustaba mucho de leer novelas, y entonces me embarqué en la aventura espiritual de este texto, dejando a mitad de camino la lectura de “El muro”, de Sartre.
Hay un cemento invisible que une al lector con el libro, en particular de una novela, y probablemente se encuentre al principio y al final. En “Cien años de soledad” tanto el principio como el final te envuelven en una dimensión que mezcla una cronología simultánea de lo real y de lo mítico. Probablemente esto se ha dicho mucho de ese libro, pero en el momento en que todavía eres un lector virgen, no condicionado por el torrente de la crítica que esta novela levantó de inmediato, y descubre ese plano de la narración, te entusiasma de tal manera que no puedes abandonar el libro ni un instante. La novela arranca hablando de este modo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Ahora mismo que escribo estas notas, estoy citando el pórtico de la novela de memoria, porque la impronta de este inicio es imborrable. Igualmente, ese final envolvente, en el que se desencadenan todos los misterios de la genealogía de los Buendía, porque Aureliano había corrido a leer los pergaminos de Melquíades, urgido por la necesidad de conocer su destino: “Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder tiempo en hechos demasiados conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Gabriel García Márquez acaba de morir físicamente, y pienso en él recordando la lectura de “Cien años de soledad”, y repitiendo lo que muchas veces he dicho en las aulas sobre el “Don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes: que ningún hablante de la lengua castellana debería morirse sin haber leído “Don Quijote de la Mancha” y “Cien años de soledad”.
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