Nadie la ha medido ni cuantificado en su intensidad, presencia y significado, pero en las calles de nuestras ciudades hay una verdadera rebelión motorizada. Es suicida, provocativa y desafiante. Tiene un desborde desaprensivo que causa horror y sobrepasa los límites de la tolerancia.
El impacto social, cultural, económico, en salud y seguridad pública que han generado las motocicletas no ha sido debidamente ponderado. En los últimos años millares de jóvenes, accidentados sobre una motocicleta, han dejado sus vidas en nuestras calles y carreteras. Las cifras mortales que nos dan las autoridades, como resultado de esta locura motorizada, son espantosas y escalofriantes.
La motocicleta es un medio de transporte ágil, veloz, de acceso fácil y sin muchas complicaciones en su manejo, muy asequibles para los adolescentes y jóvenes de nuestros barrios y campos. Estas características hacen de la motocicleta un recurso para que miles de jóvenes insatisfechos con el asfixiante espacio social que les hemos dejado, nos enrostren en las calles su inconformidad y su resabio.
Se trata de jóvenes que se han quedado en la mitad del camino, que experimentan la frustrante condición de vivir atrapados en medio de la opulencia de una minoría que tiene abundancia y sobradas oportunidades, y otro gran segmento de nuestra población que vive en un estado de afrentosa miseria, carente de recursos y oportunidades que le permitan superarse y avanzar hacia una mejor condición.
Cuando un joven del barrio acelera repentinamente su moto, toma el centro de una calle y la levanta en la rueda trasera, está haciendo algo que va más allá de un gesto exhibicionista sin mayor significación. Se ha hecho frecuente hablar del lenguaje corporal, ahora diríamos que se trata del lenguaje motorizado. Es patente el deseo de asustar, de restarle algo a la distraída placidez y al flemático confort de quienes se desplazan en carros lujosos, y otros no tan lujosos, pero que evidencian haber alcanzado mejores oportunidades y vivir en condiciones menos insultantes e indignas.
Tenemos un verdadera rebelión social, es la única forma de explicar esta furia motorizada de una juventud que se mofa desaprensiva de todas las normas de tránsito, que aprovecha los momentos más apremiantes y de mayor circulación vehicular para hacernos saber que ellos son los dueños y señores de las calles. Nos están diciendo que hemos logrado acorralarlos en sus barrios empobrecidos, pero ellos, a todo riesgo, nos gritan con sus motocicletas que no están conforme con este estado de cosas, por lo que tenemos que soportar, como compensación y desahogo, su ruidosa, temeraria e intranquilizante presencia en nuestras calles y avenidas.
Tener un motor para un adolescente de barrio se ha convertido en una aspiración muy sentida. Es un deseo soñado, tan conformista y limitante como su propio entorno. Cuando un joven adquiere su motor sabe que dejará de ser el simple muchacho que pasa desapercibido por todos. Con su motor hará piruetas y espantará a otros, y vienen con el hombre montado otras opciones que lo envalentonan y les dan nuevas posibilidades: motoconchar, ser delivery, hacer asaltos espectaculares, “calibrar” su moto en medio de las calles o montar a una chica que le aprieta la cintura para jugarse con él su misma suerte.
Con frecuencia sobre una motocicleta hay joven dominicano rabiosamente frustrado, que expresa en un resonante rugido motorizado su frustración y su rabia, que se juega la vida en el arriesgado equilibrio que lo impulsa a correr a en una sola rueda a una velocidad que lo expone a terminarlo todo en un suspiro concluyente y mortal, pero por lo menos de forma espectacular y espantosa. Esta es en parte su manera de protestar frente a un juego social donde tiene pocas posibilidades de salir ganancioso, porque de acuerdo a las reglas que imperan lleva todas las de perder.
El joven que nos espanta con sus cortes rasantes, con sus rebases temerarios y malabares suicidas tiene mucho de inconformidad social, por lo que amerita ser atendido, estudiado, valorado y comprendido para elaborar respuestas sociales más acorde con sus necesidades y aspiraciones auténticas.
Las motocicletas de nuestros barrios y campos son una expresión social no estudiada, son un campo virgen para explicarnos algunos comportamientos.
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