En el siglo XVII, Galileo estuvo a punto de morir en la hoguera de la Inquisición por atreverse a apoyar la teoría heliocéntrica del universo, presentada por Copérnico en 1543 en su monumental obra De revolutionibus orbium celestium (De las revoluciones de las esferas celestes). A mediados del siglo XIX, la teoría de Darwin sobre la evolución fue blanco de los más encarnizados ataques de la Iglesia por motivos puramente teológicos, ya que las pruebas científicas se consideraban irrelevantes.
En 1940, el genetista ruso N.I. Vavilov fue confinado en un campo de concentración, donde murió, porque sus ideas, científicamente incuestionables, eran incompatibles con el materialismo dialéctico del comunismo.
Si las predicciones resultan correctas, la posición de la teoría se fortalece; si resultan erróneas, la teoría se modifica o se abandona. Sobre esta base, algunas teorías son sumamente efímeras, mientras que otras ganan validez. No obstante, el único dogma de la ciencia es que ninguna teoría es inamovible, aunque, naturalmente, cuanto más firmemente establecida y amplia sea una teoría más sólidas deben ser las pruebas presentadas para refutarla.
En estos conceptos reside la singularidad de la ciencia como disciplina intelectual. Es una organización coherente y sistemática de conocimientos construida de generación en generación; es objetiva por oposición a subjetiva, y se puede someter a prueba en cualquier momento y en cualquier lugar del mundo.
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